La combinación de esta libertad con aquella providencia constituye la trama variada y rica de la Historia. A él se ordenan todas las cosas invariablemente, de tal manera que la creación seria inexplicable sin el hombre, y el hombre sería inexplicable no siendo libre. Su libertad es a un tiempo mismo su explicación y la explicación de todas las cosas. Hoy día parece inexcusable locura tantear humildemente y ayudados con su gracia los altos designios de Dios en sus profundos misterios; como si el hombre pudiera saber alguna cosa sin entender algo de esos misterios profundos y de esos altos designios. Todas las grandes cuestiones sobre Dios parecen hoy estériles y ociosas; como si, siendo Dios inteligencia y verdad, fuera posible ocuparse de Dios sin ganar en verdad y en inteligencia. El libre albedrío no consiste, como generalmente se cree, en la facultad de escoger el bien y el mal, que le solicitan con dos contrarias solicitaciones. Consistiendo la suma perfección en el aniquilamiento de una esas dos contrarias solicitaciones, y suponiendo la libertad perfecta la facultad entera de escoger entre esas solicitaciones contrarias, es claro que entre la perfección y la libertad del hombre hay contradicción patente, incompatibilidad absoluta. Para que Dios fuera libre era necesario que pudiera escoger entre el bien y el mal, entre la santidad y el pecado.
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Ven a tu jardín, amado mío; saborea sus mejores frutos. A su bruma placentera me he sentado, y su fruto es dulce a mi emboque. En Cantares El marido pide que la mujer le deje penetrarla porque su pene esta con liquidó seminal. Yo dormía, pero mi corazón velaba. En Cantares El marido besa los pechos de la mujer. Yo dije: Subiré a la palmera, Asiré sus ramas. Deja que tus pechos sean como racimos de vid, Y el olor de tu boca como de manzanas, En Cantares La esposa esta excitada y bien perfumada y le pide que le haga el amor con pasión. Los contornos de tus muslos son como joyas, Obra de mano de excelente maestro.
Adorad si queréis; pero yo sólo puedo pagaros con un cariño de madre». Todo este discurso, que yo atribuyo a los ojos de Cristina, lo había leído en ellos el joven escritor, periodista y novelista, Fernando Flores, muy aficionado, como la Duquesa, a los ejercicios de destreza corporal, y abonado al paseo del Circo de Price, en Recoletos. La Duquesa asistía a las funciones de moda los viernes de todas las semanas. A lo menos, a Fernando Flores, que había conocido todo esto, le encantaba aquella extraña y misteriosa relación entre la Duquesa y la multitud. Él también era multitud. Parecíale tan cacatúa la idea de enamorarse de Cristina, que sin miedo la miraba y admiraba.