Había pasado la infancia entre matas de helechos y corredores alumbrados por candiles de aceite. Los días transcurrían lentos en aquella época. Clarisa nunca se adaptó a los sobresaltos de los días de hoy, siempre me pareció que estaba detenida en el aire color sepia de un retrato de otro siglo. Sus prodigios son humildes e improbables, pero tan necesarios como las aparatosas maravillas de los santos de catedral. La conocí en mi adolescencia, cuando yo trabajaba como sirvienta en casa de La Señora, una dama de la noche, como llamaba Clarisa a las de ese oficio. Ya entonces era casi puro espíritu, parecía siempre a punto de despegar del suelo y salir volando por la ventana. Tenía manos de curandera y quienes no podían pagar un médico o estaban desilusionados de la ciencia tradicional esperaban turno para que ella les aliviara los dolores o los consolara de la mala suerte. Mi patrona solía llamarla para que le aplicara las manos en la espalda. De paso, Clarisa hurgaba en el alma de La Señora con el propósito de torcerle la vida y conducirla por los caminos de Dios, caminos que la otra no tenía mayor urgencia en recorrer, porque esa decisión habría descalabrado su negocio.
La mirada femenina Si no fuera porque el título del curso sirve para situar esta intervención en un salubre contexto de normalidad, podría a algunos resultar chocante el que un guionista varón se avenga a disertar sobre mujer y literatura sin que sea preciso ejercer sobre él violencia tampoco coacción alguna. Pero siempre he detestado los tópicos y las ideas preconcebidas y contemplado con enormes reservas cualquier militancia intelectual intransigente. Por eso me alegra poder comenzar afirmando que el asunto que aquí se debate suscita en mí un interés intenso y antiguo, y también por eso debo agradecer a la directora del lapso su invitación a participar en él. Primera miseria: siempre pudo presumirse que la principal heroína del ciclo narrativo de Santa María, localidad imaginaria en la que transcurre gran parte de la obra de Onetti, es la tarada Angélica Inés, con la que el turbio Larsen planea un cadavérico matrimonio por interés en El arsenal. Acude a mi memoria uno de La vida breve, donde el narrador, a propósito de una mujer con la que viene sosteniendo algo analógico a un romance, se despacha de repente con esta brutalidad: La vi retorcerse, pequeña, imbécil hasta el médula, la cara sostenida con las manos. No sé nada de la inteligencia de las mujeres y tampoco me interesa. Y si uno se apartamento con una muchacha y un fecha se despierta al lado de una mujer, es posible que comprenda, sin asco, el alma de los violadores de niñas y el cariño barbeta de los viejos que esperan con chocolatines en las esquinas de los liceos. Es difícil encontrar a quien se atreva a confesar de esa forma sentimientos tan arraigados y a la vez execrables.
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